Lancé una suerte de botella al mar. No sé si la recogió. No sé si, a estas alturas, me importe. Tengo el recibo de pago de la encomienda, con los teléfonos del courier, y puedo preguntar si lo recibió (si lo quiso recibir, si hablamos propiamente).
Sandra me ha dicho que me olvide, que no piense, que ponga todo en modo off. Que las amistades son como prestobarbas usadas, desechables, que se oxidan rápido, se quiebra ligeramente el fierrito, y atracan los vellos. Hay una enorme resistencia dentro de mí, como para creer en eso, a menos que se trate de miserables, como la escarcha que me dijo adiós con impune frialdad. Pero esa escarcha, a diferencia de la otrora llamada Bombón, me movía el piso, me hacía alucinar, me hace alucinar cuando dejo de tomar café por las mañanas y la locura aterriza. Bombón, se suponía, era amistad pura y dura, pero ahora se trata de pura dureza que no responde, no habla.
No existe.
Me resistí a creer que esta relación de cómplices por la vida tendría final algún día. Consideré que mis tropiezos emocionales pasados podían soslayarse, y los futuros eliminarse. De hecho, se hacen menos de manera galopante, se marchita la flor de la violencia, pasaje de ida a las espinas. Aproveché fechas felices, supuestamente felices o de celebración, para sentarme en mi nuevo escritorio, e inspirada por el fresco olor a fórmica de los escritorios recién comprados, y el olor intelectual de los libros añosos que componen mi nueva biblioteca, cogí el primer lapicero que tuve a la mano, un lapicero de dudosa procedencia pero que escribía, mientras la televisión por cable, sintonizada en Euskal Telebista, propalaba uno de mis programas preferidos, unos vascos geniales que te dejan la barriga adolorida de tanto reir. En ese momento paradójico, me dejé llevar por lo hondo de mi dolor. El modo off, que sí había presionado para no sufrir más pérdidas, fue desactivado instantáneamente, casi sin querer, aflorando una seca pena, con un fondo de resignación, pero con una tenue luz de esperanza de recuperar lo que mis volcánicos genes tiraron a la basura. Alguien, quizá un alter ego escondido en una dimensión que aún no conozco, surgió y escribió por mi, le dio vida a aquel lapicero desdeñable, hizo fluida la redacción, le puso fluidos a esa seca pena, que no por eso dejó de ser pena. Hice flashbacks casi interminables, los anoté, no olvidé ni un detalle, y seguía sufriendo mientras un episodio de "La Biblia Contada a los Vascos" o los relatos del Aitite Arzalluz me confundían porque me invitaban a soltar una carcajada. A veces sentía que tenía que dejar esa mierda de escrito, porque olía las energías pesadas y negras de mi cuarto de biblioteca invadido por los recuerdos de un episodio nefasto. Por momentos, de hecho, abandoné la redacción, me paré y me relajé con hilaridad exportada desde Euskadi. Termina el programa, me voy, y lo sigo contando, me refiero a todo aquello que le dije a mi "Amistad", así, en términos fiorellarodriguezcos.
Sandra ayer fue muy incisiva con el tema. Me encanta su sinceridad, la forma directa (no sin toques de humor) con la que te dice las cosas. Pero no, no pienso renunciar, aunque la apuesta sea difícil. No pienso renunciar, pero tampoco pienso recordar mientras la lucha continúe. Es devastador traer a la mente, gracias a detalles evocativos que se revelan inicialmente inocentes: los buenos tiempos, las calles transitadas, las canciones bailadas, oidas, quemadas. Los restaurantes. Los chistes. Las ciudades. Los buses-camión.
La pelea.
Porque no hubieron "peleas".
Hubo solo una.
Mañana llamo.
(a la agencia, digo yo).
jueves, 13 de septiembre de 2007
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